02 enero 2016

El barrio, el fracaso, el candor


Como la traición y el amor y, en menor medida, la culpa, el regreso es uno de los viejos anhelos de la literatura. Cervantes y Camus lo sabían: volver al origen, volver al sitio donde todo comenzó, volver —siempre— para cerrar aquel círculo que finalmente redima al héroe.

Arturo Gómez Pavón en De vicio ha trazado esa línea circular que sólo puede acabar en el origen, en la zona cero, en el útero de la propia historia. En cada uno de los acontecimientos, en cada una de las peripecias —incluso en todas las interacciones— esta novela nos señala la asfixiante necesidad del descanso. Porque Santos Padilla, único personaje, único latido, única voz y único foco desde donde nosotros, los lectores, observamos la evolución de la historia, transmite el fulgor del condenado a muerte, sin que sea la muerte —propiamente dicha— el destino final de todas las acciones.

Morir no siempre es cerrar los ojos y dejar de respirar, que se detenga el corazón y la sangre y todo se convierta en pasado. Morir, en ocasiones, es este túnel oscuro por donde transita Santos, una suerte de pesadilla que ocurre en el peor de los escenarios para una pesadilla: la vigilia.

Dice el personaje-narrador en un tormentoso pasaje de la novela: «Familia y nadie, sinónimos para mí». Y es una plena verdad pues nada de lo que hace Santos —en los veinte años que recorre De vicio— le permite liberarse, desatar los nudos, escapar de la oscuridad. Nada. Porque la penitencia es su propia inestabilidad y esa inestabilidad —esa abrumadora incoherencia— la encuentra en el más determinante de los nidos de un ser humano: el núcleo familiar. Santos no lo sabe pero es ese el magma de todos sus males. Sólo después —en una segunda instancia— se generan sus propios temores: los más íntimos pero también los que expone y lo exponen. Santos vive en el dolor y en el odio del que se cree incomprendido, en la repugnancia y en la más absoluta de las negaciones.

Si el periplo circular que nace y muere en el origen es la gran clave en De vicio, también lo es la soledad. Todas las relaciones sociales del protagonista se fracturan prematuramente o son, en rigor, superfluas. Ni siquiera le conmueve la muerte. Ni siquiera la de sus seres más cercanos. Se ampara en las drogas —blandas y finalmente duras— y en su trabajo, al que también acabará por teñir de negro tras la ejecución de su loca creencia del plagio como disparador de la ansiada fama. Es, en definitiva, la furia lo que le impide cualquier operación de rescate y —esto sí lo sabe— la escritura, la creación literaria, funciona en él como un trauma tan cercano a la autodestrucción.

Regreso al origen en un marco de soledad y en el más agudo de los fracasos. Regreso a La Elipa como única opción, a casa de madre como último refugio. Santos Padilla bien podría funcionar a modo de válido sinónimo generacional, una radiografía altamente verosímil de cómo los barrios obreros —en ocasiones sistemas de bajos fondos, de hermosas perdiciones juveniles, de sueños lejanamente inaccesibles— dejan huella en los individuos iniciados en ese entorno. Este concepto, este todo —salvando las acciones puramente delictivas—, lo ha dejado plasmado para siempre Roberto Arlt en El juguete rabioso.

Resulta imprescindible despejar que Santos no sólo vuelve al barrio: vuelve, como un quijote destrozado por la desgracia, al origen mismo de su existencia. Y en ésas, de un modo recurrente e inevitable, a la búsqueda de la identidad —última y no menos relevante clave en De vicio—. Porque Arturo Gómez Pavón recorre la temporalidad de esta novela planteándonos todas esas preguntas que edifican la condición humana: quién soy, de dónde vengo, hacia dónde voy, cuáles son mis sueños y cuáles mis miedos más oscuros.

Acaso en el último peldaño de un pozo ciego, Santos Padilla, de vertiginoso y acertado registro, descubre todas las respuestas.

[prólogo de De vicio, de Arturo G Pavón, Relee, Madrid, 2016]