27 mayo 2016

Si Cervantes viviera o viviese

Los escritores nos pasamos la vida pensando qué contar. La mayoría de nuestras imágenes, la mayoría de nuestras preocupaciones e impaciencias, la mayoría de nuestros sueños —incluyo, también, los que suceden durante la vigilia—, la mayoría de nuestros miedos, de nuestro particular modo de visionar la realidad y el entorno, en suma, casi todo lo que somos en el mundo de los vivos, se instala en ese punto trascendental de nuestra existencia: qué contar. Después el cómo, sí. Y en ulteriores instancias todas las demás decisiones técnicas, que siempre son muchas y que por si fuera poco determinarán el acierto —o el desacierto o el desastre— del relato. 





Creemos —y probablemente sea más que una mera creencia— que lo que contemos a través de nuestros libros —y me refiero estrictamente a la ficción—, más allá del género, de las formas, de las estructuras y del estilo con el que decidamos hacerlo, marcará, nada más ni nada menos, que el destino de nuestro aporte a la literatura. 

Mientras pensamos qué contar, mientras tomamos decisiones narrativas —no siempre sobre el papel— y, por supuesto, mientras edificamos el relato propiamente dicho, realizamos otra de las grandes y fundamentales actividades de un narrador: leer. Leer, claro está, a otros narradores: seres que son —o fueron— de carne y hueso, tan parecidos a nosotros, y que en algún momento de sus vidas tuvieron que enfrentarse a cada una de las problemáticas que presenta la escritura de un texto de ficción. Y es al leer donde realmente crecemos como escritores. Porque —esto, a mi juicio, debería ser un mandamiento— todo está en la lectura: nuestro presente, nuestro pasado y, principalmente, nuestro futuro. La lectura nos ha hecho esto que somos en el aquí y ahora. Esta última afirmación es tan apabullante y superestructural que, en ocasiones, solemos olvidarla o, al menos, relegarla a un plano secundario. Y no deberíamos caer en semejante descuido. Decía Maite Alvarado en un artículo orientado a la incentivación de la lectura en la infancia —publicado en el suplemente Radar (Página/12) hace casi veinte años—: «Los libros de la niñez marcan nuestra relación con la literatura, hasta tal punto que lo que leemos de adultos son reformulaciones o variaciones de aquellas primeras lecturas, textos que construimos con la materia tenue de la memoria». 

Si las primeras lecturas —cuando aún no habíamos podido discernir que seríamos autores de ficción— nos han otorgado propiedades tan determinantes (y por qué no la más determinante: ser creadores de nuevas ficciones), ¿qué significan para nosotros —ya creadores— todas y cada una de las lecturas que incorporamos en la madurez? 

En esa maravillosa e inolvidable etapa de la vida que es la adolescencia, cuando en la mayoría de los casos ya sabemos —con mucha certeza, además— que queremos y hasta deseamos ser novelistas o cuentistas o dramaturgos, las lecturas tienen un segundo y no menos importante atributo: ubicarnos en cómo y bajo qué candores discursivos —estilísticos, técnicos, etcétera— pretendemos o nos gustaría narrar. Y es en este punto donde aparecen escritores —sus obras— de los cuales ya no podremos prescindir nunca más. Aun cuando dejemos de recurrir a ellos, sus modos, sus estilos, sus decisiones y sus vuelos, continuarán presentes en nuestra conciencia creativa. Aun sin saberlo. Y cada una de las lecturas que sigamos incorporando no borrarán ni suplantarán a aquéllas sino que se sumarán a ese núcleo intocable. 

Dicho todo lo anterior, me gustaría contarles algunos secretos personales sobre mi relación con ciertos escritores muertos que han marcado —de algún u otro modo— mi pasión por la escritura. Debo aclarar —porque con alguno sí habría sido posible— que a ninguno de estos autores he tenido el privilegio de conocer en vida. Con Borges y Cortázar suelo tener breves conversaciones: con el primero, no siempre literarias; con el segundo, más cercanas al dilema de cómo escribir ficción cuando se vive —quizás para siempre— en el extranjero, lejos de nuestra lengua materna (una vez le dije que yo ya había encontrado a mí Maga, y él sonrió). También he charlado con Camus sobre el episodio —la anécdota— que desencadena mi segunda novela (Moravia), episodio que leí por primera vez con diecisiete años y que no pude quitar jamás de mi mente. A Nabokov le pedí permiso para tatuarme —a modo de homenaje, claro está— aquella esclarecedora y tal vez más brillante construcción literaria que leí nunca. Me refiero a ese cuento que termina cuando el rey le dice a su arquero favorito «¿Cuál es la flecha que vuela para siempre? La flecha que alcanza su objetivo». Y me lo permitió con una única condición, a saber: que me la tatuara también en ruso, aunque él, en 1973 —año de la publicación del texto en cuestión— ya vivía en Estados Unidos y escribía, naturalmente, en inglés. A Roberto Arlt alcancé a decirle —es un ser extraordinario pero un tanto esquivo— que ya nadie hace caso a los ninguneos que le soltaban desde el denominado Grupo Sur, y que todo el mundo enaltece a Los siete locos. Haroldo Conti y Osvaldo Soriano siempre responden a mis súplicas y me rescatan —cada uno a su modo— cuando me empantano en medio de un relato y no tengo modo de ver la luz. Lorca y Miguel Hernández —tan hermosos en el recuerdo— también me han contestado a ciertos piropos que les dije en sendas tardes de primavera (Lorca sabe que me chifla el Romancero Gitano, y que hace muchos años escribí un cuento donde un profesor de literatura zumbado mataba a su novia porque ella odiaba —entre otras cosas— el poema Romance de la luna, luna). Y Quevedo, al que conseguí hacerle saber que me derrito cuando leo «Dejaré la memoria en donde ardía». Sin embargo —muy a mi pesar—, nunca pude contactar con Cervantes.

Nunca.

Tal vez porque nadie conoce a ciencia cierta su rostro.

O porque sabe Dios dónde fue enterrado.

A veces creo que se avergüenza de nosotros, de nuestra —ignorante y desfachatada— sociedad, quiero decir; de ese triste y prácticamente inevitable destino en el que desembocará la raza humana. Final que nos venimos —quién podría negarlo— ganando a pulso. 

Miguel de Cervantes escribió el Quijote, la primera novela moderna, una de las mejores —que se dice pronto— obras de la literatura universal, el segundo libro más editado y traducido de la historia. Entiendo su enfado. Y entiendo, también, que ya no podré charlar con él. Que su ausencia será irrevocable. Que no aparecerá ni nos leerá ni le interesamos en lo más mínimo. Y es totalmente comprensible. 

Con todo, tengo la secreta esperanza de que algún día, por razones que desconozco, decida interactuar —a través de algún encriptado canal de comunicación— y nos confiese por qué estuvo veinte años sin publicar ni una línea, después de aquella decepción que significó La Galatea, su primera novela. ¿Tanto le pesó el fracaso, don Miguel? ¿Sabe usted que a día de hoy ningún autor llegaría a tal extremo por lo que digan los demás? La verdad es que sospecho que esto último sí lo sabe y que también sabe que a día de hoy —albores del siglo XXI— atributos como el honor, la voluntad y la vergüenza están muy venidos a menos —por no decir que son inexistentes—, y que se hace llamar escritor cualquiera que haya escrito —sin importar calidades o valías y muchísimo menos opiniones o cribas— dos docenas de folios, un cuento, y una pseudopoesía dirigida a su amor platónico del instituto. Algunos de estos autodenominados escritores han acabado una novela, don Miguel. Algunos un par de ellas. Y le aseguro que ni por fortunas materiales dejarían de intentar publicar, por más que medio país —o el país entero, qué más les da— se parta el pecho de las sandeces que redactan. Se retorcerá usted con el interrogante de si ha muerto la crítica o qué cojones y yo, sinceramente, no sabría qué responderle. No puedo —ni quiero— engañarlo. Lo admiro. Admiro su fuerza de voluntad, su tesón, para sentarse y escribir una obra magna —incluso estando prisionero, incluso con cincuenta y ocho años— después de aquel rotundo fracaso literario que en tiempos nobles debería haber alcanzado para que abandonara todo intento de escritura. Lo admiro, sí. Pero ya sabemos que la admiración, a menudo, opera como una cárcel. 

También Shakespeare admiraba a Cervantes. Y me pregunto quién tendría el valor de poner al corriente al alcalaíno que no existe nada ni parecido a Shakespeare en los tiempos que vivimos. O que a la guerra se va —al menos en Europa— por dinero y no por honor. A decir verdad, don Miguel, y espero no se espante ni lance improperios, en la España moderna los jóvenes se apuntan al Ejército para tener una nómina, es decir, un trabajo digno y más o menos estable, porque de eso mucho no hay en estos tiempos. Figúrese que a la gente la desahucian de sus casas, y ya pueden irse a vivir bajo un puente —aún con críos recién destetados— o bajo los nidos de las cigüeñas de Extremadura, que al Estado se la trae floja. 

Lo sé, don Miguel: a este paso, no querrá dejarse ver jamás, ni muerto ni resucitado, ni siquiera en sus huesos o en el lejano destello de su ánima. Yo nací en el sur del mundo, al otro lado del Atlántico, en esas tierras bárbaras que en su época ya se habían enterado de que se trataba de un continente. Se lo cuento por si algún día decide oírnos —interactuar, manifestarse, insultarnos—, se lo cuento sin intenciones de desilusionarlo, a título informativo: allí las cosas continúan parecidas a cómo eran en su siglo, don Miguel. Pues sí. Y cuando unos pocos han querido cambiar el tercio, no quiera saber la que les cayó. 

Nada de diálogos con nadie de este nefasto tiempo, ¿verdad, don Miguel? ¿Y si le digo que Quevedo me hizo una suerte de reverencia cuando le recité de memoria Amor constante más allá de la muerte? Se lo juro. El caso es que fui a visitar el convento donde pasó sus últimos días, de hecho, la mismísima habitación donde falleció. No está muy lejos de Madrid, don Miguel, y es un sitio que usted bien conoce: Villanueva de los Infantes —me invitaron a dar una charla sobre la metamorfosis discursiva que sufrimos los extranjeros allegados a la creación literaria, imagínese—, allí en los Campos del Montiel. No sé si está al tanto pero no hace mucho se realizó un estudio muy sofisticado con varios catedráticos y especialistas —algunos de importantes países— y llegaron a la conclusión que es en esa población donde comenzaron las andanzas de su hidalgo Quijote. ¿A que flipa en colores? Pues sepa que no se lo inventaron ni se los adivinó la bruja Lola. Para los cálculos tomaron referencias de la propia novela: que si un burro andaba tantas leguas durante el día y otras menos por las noches, que si en invierno esto, que si con el sol manchego rajando la tierra esto otro, etcétera. Todo muy plausible. Y así fue que echaron las cuentas y creo recordar que nueve de doce variables daban como cónclave esa villa, porque usted, don Miguel, da pocos datos en el Quijote, y ya sabe cómo es la gente de inquieta en ciertos menesteres. 

Abandono, pues, don Miguel, los cotilleos y comentarios anecdóticos para centrarme en una última y breve cuestión que me interesaría transmitirle. Para las nuevas generaciones el Quijote —además de recuperar enseñanzas casi olvidadas en estos tiempos majaderos— nos ha planteado algunos interrogantes y uno de ellos es la figura de la mujer. Sé —porque existe suficiente documentación sobre ello— cuál era el papel de éstas en la sociedad del siglo XVI: el honor a ultranza, fertilidad, abnegación, etcétera. Sé, también, que se crió usted en un ambiente marcadamente femenino: su madre, sus hermanas, su abuela paterna y una tía. No voy a inmiscuirme en su vida personal, ni en sus amoríos, ni en los dolores de cabeza que le habrán generado las habladurías. Sólo me interesa —en este contexto que he citado— las mujeres del Quijote. Y más concretamente, Dulcinea. Porque existen ciertos pasajes en dicha obra —descontextualizados, claro está— donde podríamos adoptar un concepto erróneo de lo que pensaba usted sobre ellas. Ejemplo: «Es natural condición de las mujeres desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece». Sé que no pensaba eso y lo sé por muchas razones pero sobre todo por Dulcinea. 

Sin embargo, Dulcinea es para mí —figúrese la dicotomía— la gran desilusión de la obra más famosa —vaya: sólo superada por la Biblia— que ha conocido la humanidad. Y no porque me defraude el personaje o su construcción. No. De hecho, personaje y construcción me resultan extraordinarios. Y aunque tenga para mí que la figura de Dulcinea no es del todo válida para entender qué pensaba usted sobre las mujeres, el motivo es evidente y archisabido: Dulcinea no participa en la novela de un modo activo o real, sino que se trata de una referencia —un tanto impetuosa— a la que recurre Don Quijote en sus innumerables desvaríos, el mero hecho de oír su nombre me remueve y me tensa, porque es la figura femenina que más me enamora: porque es la más pura, la que aporta más euforia a Alonso Quijano y —en la mayoría de mis consultas— al lector. 

Ahora bien, don Miguel, si el amor de Don Quijote por Dulcinea no existe —y no existe en tanto no es una mujer real dentro de la historia—, si sólo es un mito, ¿cómo surge semejante pasión de nuestro protagonista? ¿Cómo surge y por qué? ¿Es meramente, como aseguran los teóricos, parte del entramado escenográfico de la condición de caballero andante? Porque ya en el comienzo del libro usted nos enseña cómo el hidalgo —que va perdiendo los papeles— la toma para tener un receptor, un oyente, a quien dedicar sus glorias. ¿Eso es, a final de cuentas, nuestra embelesada Dulcinea? ¿Nada más que un pretexto? 

No puede ser. 

Respeto su ausencia, don Miguel. La respeto y, como he dicho más arriba, la entiendo. Pero permítame mantener viva la llama de la esperanza. Permítame dudar de que Dulcinea no sea siquiera un fantasma, es decir, el recuerdo de un ser que alguna vez estuvo vivo, que amó y se dejó amar, que soñó con realidades y sufrió dolores de tripa y algarabías y sorpresas de ésas que nos cambian para siempre. 

Al menos un fantasma, don Miguel. No pedimos tanto. 

Lo sé: sé que si usted volviese a la vida el mundo le resultaría un fiasco. Y es que en los aspectos más importantes de la condición humana apenas si hemos evolucionado en los últimos quinientos años. Y esto probablemente lo enfurezca. Lo entenderíamos, se lo aseguro, ya que después de haberlo dicho casi todo en Don Quijote de la Mancha, no hemos sabido aplicar casi nada. 

Somos un verdadero desastre.

En fin. Podría dialogar con usted días enteros. O escucharlo, también, días enteros. Pero debo confesarle, y ahora sí termino, que me da miedo poder hacerlo. Me aterroriza, sí. ¿Sabe usted por qué? Se lo diré a modo de despedida: porque mucho me temo que la ira y el desconcierto le impidan revisar la etérea condición de nuestra amada Dulcinea.


publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, Nº791, mayo 2016, págs 28-33.